lunes, 21 de mayo de 2012

El abogado del metal

A inicios de los ’70 Mariano Limongi tenía ocho años y vio la tapa de una revista donde el vocalista de The Clash rompía una guitarra. En ese momento supo que quería eso para su vida. Pero a medida que pasaron los años empezó a sentir que la Argentina le quedaba chica en muchos aspectos: los instrumentos no eran los mejores, los artistas argentinos no se exponían e iban a lo seguro, no hacían locuras en los escenarios ni se vestían con exageración y excentricismo, y el país estaba atravesando una de las épocas más oscuras de su historia. Limongi no lo pensó mucho, armó la mochila y con sólo 2.000 dólares se fue a Estados Unidos. Sus padres lo apoyaron, “de una manera silenciosa pero real” según él.
     Apenas pisó suelo norteamericano se dio cuenta que necesitaba vivir de algo. En parte porque se lo debía a sus padres y en parte porque no le parecía imposible (Tom Morello, guitarrista y abogado graduado de Harvard, siempre presente), Limongi empezó a estudiar Derecho. Llegó a recibirse de Doctor en Leyes en Argentina, Francia y Estados Unidos, hizo dos maestrías y trabajó en algunos de los estudios jurídicos más importantes en los tres países. La dualidad era lo más atrayente de este nuevo desafío. Pero su vida como estudiante estuvo marcada por la discriminación.
     Pelo largo hasta la cintura, pantalones de cuero ajustados, botas de cow boy, camperas de jean rotas y llenas de tachas, anillos con calaveras y aros en ambas orejas. Ése era el look que Limongi lucía mientras empezaba a ascender en el mundo de la música. Cada vez que se presentaba a dar examen los profesores lo miraban de reojo y antes de que se sentara le advertían que si no había estudiado lo mejor era que volviera a su casa. Volvía a la sala de ensayo y en los tiempos libres estudiaba, sus colegas lo acusaban de “careta”.
Junto con su banda fue telonero de Twisted Sisters, hizo dos giras y grabó tres discos. Pero poco a poco Limongi empezó a crecer y a darse cuenta que la música, tal como lo expresó él, era algo “fundamental que no podía separar de su vida”. Dejó para siempre la imagen de “rocker”, no la necesitaba para tocar y no era lo que definía su talento. Se cortó el pelo, empezó a vestirse con ropa que tapaba sus tatuajes y guardó todo en un armario, un armario que está emplazado en una habitación de su casa donde tiene expuestas sus 168 guitarras. Cuando el cantante de la banda murió por una sobredosis de heroína, Limongi decidió abandonar la música profesionalmente.
Hoy Mariano Limongi usa trajes de diseñador, tiene el pelo entrecano, está con unos kilos de más y tiene un alto cargo en Ericsson Internacional. Se casó y tuvo una hija, y es por ellas que se contiene cuando le dan ganas de comprarse guitarras valuadas en 50.000 dólares y equipos que le quedarían chicos a los estudios más grandes de grabación (aunque admite que todavía comete ciertas imprudencias musicales).
El romance entre Limongi y la música continúa. Hoy sólo le dedica cinco horas por semana, pero aclara que no son las que puede (antes tocaba 12 horas por día) sino las que necesita porque los años y la experiencia perfeccionaron su técnica. En su vida actual como escucha, productor, músico y coleccionista sigue creyendo que el artista y el abogado no son incompatibles, pero deben vivir por separado. Dice que no suele contar su pasado porque los hombres, no así las mujeres, “no se bancan que sea un exitoso abogado y además un talentoso guitarrista”.

2 comentarios:

  1. Me parece muy cierto, las reflexiones acerca de la música, particularmente en este país, obligan a uno a desdoblarse entre el profesionalismo y el rebelde que habita dentro, casi generando una gran bipolaridad en quienes se apasionan por la música pero como toda persona, también tienen sueños de formar una familia y llevar una buena vida. Algo sin dudas, difícil de cumplir en Argentina.

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  2. lo conozco personalmente y puedo asegurar que es un grande. con sus historias su onda es genial.

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